En cada despertar esas paredes blancas me miraban burlonas, recordándome que no era parte de ese lugar y mi lugar era el de un invitado. Cada amanecer era tomar conciencia otra vez que yo nunca podría tocar esas malditas y jodidamente frías paredes blancas. Porque no eran mías… y entonces recordaba mis paredes, mi pieza, mi hogar. Y me preguntaba qué diablos seguía haciendo ahí si yo ya no significaba nada . Me respondía ” no importa, ando sólo de paso” a modo de consuelo: ya que no había amor, pensar en que quedaba poco tiempo para que todo acabara se volvía un verdadero consuelo. Entonces soñaba con que un día yo tendría mi propia casa y como reflejo de mi hogar, ése donde siempre me había sentido tan a salvo, mis paredes no serían blancas, sino de todos los colores, estarían llenas de canciones, de poemas, de axiomas y teoremas, de ira, de rabia, de dolor… y sobretodo, de imágenes, tantas imágenes excitantes, exhuberantes, vivas, que daría gusto verlas, como las cuevas de Lascaux. Y lo mejor de todo: serían mías, sólo mías y yo haría lo que quisiera con ellas. Vivir con el egoísmo diario de quien me trataba como huésped me alienó a tal punto que deseaba volverme tan egoísta y disfrutar de aquello que era mío y sólo mío. Entonces me levantaba conforme, pensando en que yo sólo era un invitado que estaba de paso, un pasajero esperando a volver a su hogar. Así, finalmente, todo se reducía a una cuestión de esperar.