Yo lavo los platos. Es mi forma de cooperar, pero en el fondo, es mi trabajo. Me siento responsable por eso y me derrota cuando por arte de magia aparecen trastos del siglo pasado sacándome la lengua, riéndose de mí y mis esfuerzos. Siempre se esconden en algún lugar o simplemente deciden pasar una temporada en el patio, junto a los gatos, camuflándose tras los vidrios sucios.
Yo lavo los platos como un calamar. Tomo los guantes amarillos y me tomo mi tiempo. No se trata de dejar todo brillante, pero sí ordenado. Los lavo en la mañana, después de almuerzo, con la guatita llena y aunque sobre mí se cierna la amenaza de desplazarme con una máquina lavavajillas. No importa. Son las amenazas del profe que a la hora de los quiubos se arrepiente porque sabe que no tiene más jugadores en la banca. Pensándolo bien, creo que sería bueno que me sacaran, así me lleva a profesionalizar esta pequeña obsesión por la limpieza y no sólo convertirla en otro ladrillo que ir a tirarle a un sicólogo en alguna terapia intensiva perdida en medio del sur de Chile.