1984. No el libro. El año.
Van 25 años, pero ¿qué son 25 años, cierto?
Hace un cuarto de centuria perfecta él falleció en Paris, Francia. Lástima que no pueda decir como tú cúal es esa ciudad que fue regando a través de sus cuentos y libros como si fuese un rompecabezas de esos grandes que ocupan más de una mesa en ser armados, con parajes de distinto tamaño, todos impresos con forma de letras.
Lo que me llama la atención es la fascinación descriptiva que hacen columnistas y especialistas con lujo de detalles de la vida del argentino en París y de su extensa biblioteca como un modo de llegar a comprender al autor de “Rayuela”.
Como si fuese necesario algo más que el leer el libro para llegar a hacerlo.
Yo nunca sentí necesario un manual para imaginarme ese París, pero tal vez era necesario que quienes estudiaron a ese profesor básico y rural antes que escritor (¿o fue escritor y se estaba ocultando como profesor?) explicaran cómo demonios debíamos enfrentar a ese inventor de lugares y palabras. He escuchado a más de alguna fémina criteriosa hablar pestes sobre el tal señor Oliveira y el tener que aguantarlo durante su vida de más de seiscientas páginas. Incluso nuestro amigo, en uno de sus ataques de egocentrismo, llego a afirmar que no debería usar mi nick ya que él posee más rasgos característicos en común con el protagonista de la novela.
Yo me pierdo, ah. En serio.
Deben ser los saltos de página.
Si a García Márquez hay que enfrentarlo con los ojos abiertos, la mente y la ventana abierta, sin pestañear mucho y admirando cada detalle que gotea de sus letras en parajes inmensos; al Míster Cortázar habría que abrazarlo pausadamente, de salto en salto por la cuadrícula del luche y con un disco de bop o jazz del polvoriento y sudado de fondo. Recuerdo haberme perdido en esas páginas como quien se pierde subiendo y bajando las escaleras de ese Valparaíso de mentira como si fuera nuestro.
Yo que tú, respiro hondo ese aire sucio que tal vez respiró en algún momento. Yo que tú, exhalo cansado esa vida que hace 25 años había borrado sus huellas dactilares porque ya había escrito todo lo que había que escribir y me voy a dar una vuelta al cementerio Montparnasse para ver si es verdad que está ahí y no es una invención más de la tiza que marca la rayuela.
Rayuela…es uno de los pocos libros que tengo porque siento la necesidad de conservarlo para de vez en cuando caer en alguna de sus páginas que concuerdo, van al ritmo improvisado de un jazz que como la vida, parece espontáneo pero responde a un orden en que inevitablemente estamos inmersos.
Te doy las gracias, Julio