Sin título (Comunista)

Háblame.

Necesito ayuda.

Estoy rearmando el mapa que tengo tatuado en la cabeza de cómo-llegar-a-tu-casa-imaginaria. El rompecabezas incompleto: desde que bajo de la nube, pongo un pie en la tierra; qué micro hay que tomar y en qué paradero hay que bajar. Todo sin siquiera parpadear con los cambios de recorrido, bifurcaciones, desvíos, reparaciones o nuevos sentidos para el sinsentido.

Dentro de mi cabeza sacudo las ideas y despierto de la misma forma, con ese olor a café barato inyectado, las cortinas abriéndose de par en par ante el vidrio empañado, el dolor en la espalda del asiento clásico, turista. De la mentalidad turista, de quien viaja para cambiar el escenario, por presumir de un cambio que no es y de un poder que no se tiene. Por gastar toda la plata en pagar la cuenta, en dejar la propina y asegurar la mejor foto para Facebook, ni siquiera para el recuerdo.

«Hey, vieja! Mira, llama a mi viejo y dile que vea mi nuevo set de fotos que acabo de subir”. Ahí reconstruyo paso a paso -en grupos de sesenta- cómo dejo de preocuparme por la pega, de dónde voy a vivir o a qué me voy a dedicar. Me relajo y floto en el Caribe del pulpito plástico. La arena es de botellas de Corona vacías y no corre ni una pizca de viento. En el techo, los gatos se disfrazan de gaviotas multicolores, mientras yo les recuerdo que venimos desde lejos, en son de paz.

“Todo esto se lo debemos al comunismo”, le dije, mientras pensaba que éramos una isla con patas en medio del calor sin brisa, en la ropa pegá al cuerpo cuando te bajai de la micro vieja. Sin embargo, el comienzo fue mucho tiempo antes, cuando ella tapó el sol, cubierta con su tanga amarilla, en medio del Valle de Elqui. “Soy comunista”, me dijo, sensata y tranquila. Y puta que me gustan las minas comunistas, las que votan por Arrate con el corazón entintao, las que, cual Chapulina, le ponen el pecho a las balas.